Claudzilla Love
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Había despertado a las seis como todas las mañana, en mi rutina estaba el recorrer visualmente cada rincón de la casa, sobre el suelo, arrastrándome como un lagarto, atenta a cualquier objeto punzo cortante, resbalable o desagradable al pisar. Tenía que cuidar a toda mi familia, ellos pensaban que tenían la vida comprada.
Descuidados, dejaban caer objetos que podrían ocasionar serias lesiones, desde pasta dental resbalosa, pepitas de mandarina que al caer se esparcían de tal manera que buscarlas era toda una Odisea. Pero eso no me importaba, ahí estaba yo para recogerlas y evitar la tragedia.
Al terminar mi tarea de limpieza diaria, acababa yo muy sucia, pero el parquet brillaba y una paz interior tipo budista me invadía. Entonces entraba a la ducha, me vestía con el uniforme impecable, me peinaba y bajaba a desayunar. Nadie notaba nunca la extenuante tarea por la madrugada, solo mi madre que miraba preocupada mi pijama enterizo de osito más sucio cada mañana.
-Otra vez se arrastró sonámbula- le decía a mi padre claramente decepcionada.
Mi padre daba la vuelta a la página de su periódico, me daba una mirada para asegurarse de que estaba despierta y decía: -Nada de qué preocuparse, es más viva que las arañas- me sacudía la cabeza ligeramente para eliminar los residuos de la enfermedad de los demonios, me daba un beso y se levantaba pronto para salir puntualmente al trabajo.
En el verano el trabajo se volvía más pesado, ya no solo tenía el deber de limpiar de residuos peligrosos la casa para que nadie resbalara, se pinchara o se manchara los pies, a esa faena se le agregaba la difícil tarea de apartar a los demonios.
Si, los demonios, eran un caso serio, y peor durante las vacaciones, se apoderaban del ocio y no solo ensuciaban más la casa, hacían que yo tuviera siempre que pelear con mi hermano. Se metían en su cabeza y ocultaban sus carritos para que no jugara con ellos, rompían mis muñecas, me ponían zancadilla, y lo que más me molestaba de todo eso era que tomaban a mi hermano como rehén para sus macabros fines.
Pero yo no podía ceder ante ellos, tenía que retarlos, tenía que hablar seriamente con ellos, con todos ellos. Yo sabía donde se escondían, en realidad no se escondían, eran muy descarados.
Aprovechaban el gusto exótico de mi padre que traía cada vez una máscara de demonio nueva y la colgaba en su inmensa pared cargada de ellos, de todas las formas, colores, cuernos, ojos desorbitados, pelos de paja, de plumas, de serpientes.
Pero ellos sabían que yo no les tenía miedo, por eso se empecinaban en torturar mi existencia e intervenir con egoísmo en mi hermoso universo de amor.
Un día, cansada ya de sus torturas, decidí entrar al escritorio de mi padre, lo hice con la convicción de una reina, llegué ahí con la frente en alto, abrí la puerta sigilosamente pero sin miedo y decidida, cerré la puerta detrás mío y le puse llave. Nadie saldría de ahí hasta que hubiera acabado de decirles lo que debía.
Miré uno por uno los demonios, sonrientes, con la frialdad de un alma antigua que los mira por encima, como a su tropa de soldados maleducados, a su niños malcriados. Miré a todos y les dije firmemente:
-Ustedes se han pasado, esta vez no puedo dejarlo pasar, se apoderan de mi hermano y hacen que sea egoísta cuando no lo es, que rompa mis muñecas, sus sobrinas! cuando en realidad no quiere hacerlo... pero claro yo sé que es lo que quieren, quieren que yo odie a mi hermano, que no me importe mi familia, pero déjenme decirles algo, les tengo una sorpresa a todos ustedes, esta vez señores ha ganado el amor!
Me fui de la habitación airosa, dejando todas las máscaras de mi padre decoradas con margaritas.
Está vez terminé el cuento aliviado.
Esa niña me tiene en vilo.